Alérgico: ¿se nace o se hace?

La alergia es un conjunto de cuadros clínicos cada vez más presentes en la población. Tal y como indica la American Academy of Allergy, Asthma and Inmunology, entre el 10 y el 30 % de la población mundial presenta algún tipo de alergia, y la prevalencia aumenta hasta un 50 % en bebés y niños. Más allá de lo extendido de esta reacción adversa del sistema inmunitario, también cabe destacar que los procesos alérgicos son cada vez más habituales. Por ejemplo, los Centros para el Control y la prevención de Enfermedades han estimado que, en Estados Unidos, las alergias de tipo alimentario han aumentado hasta en un 50 % desde 1990, una cifra nada desdeñable.

Diversas hipótesis e investigaciones tratan de explicar el aumento de la prevalencia de procesos alérgicos en la población. La exposición continuada a contaminantes tanto ambientales como alimenticios, la presencia de cada vez más ultraprocesados en nuestra dieta, la mayor eficacia en los diagnósticos y la ausencia de entrenamiento del sistema inmunitario por ambientes demasiado “limpios” (teoría de la higiene) podrían explicar, en parte, por qué somos cada vez más alérgicos. De todas formas, aún queda mucho por conocer sobre las bases genéticas y ambientales de esta enfermedad multifactorial, y la respuesta no parece clara.

En primavera, los síntomas de la alergia se disparan: rinitis, inflamación ocular, dificultad respiratoria, asma y mucho más. Ante este pico de signos clínicos y un aumento de casos cada año, es imposible no hacerse la siguiente pregunta: ¿el alérgico se nace o se hace? En las siguientes líneas, te damos respuesta.

¿Qué es la alergia?

La alergia se define como una respuesta inmunitaria provocada en individuos sensibilizados por la acción de determinadas sustancias, conocidas como alérgenos, que en la mayoría de la población no generan un efecto adverso. Con anterioridad, este cuadro clínico se consideraba una hipersensibilidad, pero a día de hoy se sabe que este término no es del todo correcto. El error no está en el tipo de respuesta inmunitaria ni en su intensidad, sino en que está dirigida hacia una sustancia que en situaciones de normalidad es inocua (como el polen o los frutos secos).

El término alergia es amplio e incluye varios cuadros clínicos relacionados: el asma alérgica, la rinitis, la dermatitis, la alergia alimentaria y la conjuntivitis alérgica son los más conocidos, pero no los únicos. La consecuencia más grave del proceso alérgico es la anafilaxia, una reacción inmunitaria severa, generalizada, de rápida instalación y potencialmente mortal ante el contacto del organismo con el alérgeno frente al que el paciente se encuentra sensibilizado. La ingesta de alimentos, el consumo de fármacos y las picaduras de insecto son los eventos que más riesgo provocan de desarrollar anafilaxia en personas con alergia.

El compuesto que provoca la reacción alérgica se conoce como alérgeno. Al entrar en contacto con el alérgeno por primera vez, el cuerpo activa una respuesta inmunitaria errónea: los linfocitos B producen anticuerpos del tipo IgE, que se fijan a la superficie de ciertas células inmunitarias llamadas mastocitos y basófilos. Cuando la persona se expone nuevamente al alérgeno, este se une a los anticuerpos IgE, provocando que esas células liberen histamina y otras sustancias inflamatorias. Esto genera los síntomas típicos como estornudos, picazón, congestión, hinchazón o incluso anafilaxia, dependiendo del tipo y la intensidad de la reacción.

Existen múltiples tipos de alérgenos presentes en el ambiente: caspa de animales, micropartículas en suspensión de ácaros del polvo, polen de plantas y flores, esporas de mohos y hongos, son algunos de los más comunes. Ciertas proteínas y componentes presentes en fármacos y alimentos también pueden generar relaciones alérgicas, especialmente si hablamos de frutos secos, leche, huevos o antiinflamatorios, antibióticos y contrastes yodados en el terreno médico.

Alérgico: ¿se nace o se hace?

La respuesta es sencilla: el alérgico no se nace, se hace, específicamente tras la exposición al alérgeno. Como hemos mencionado en líneas previas, para que se desarrolle una alergia, debe haber un contacto previo con el alérgeno y un proceso conocido como sensibilización. Una vez reconocida la sustancia inocua como nociva, el sistema inmunitario puede conservar la memoria y producir los anticuerpos y moléculas mediadores de la respuesta en los siguientes contactos con el alérgeno.

Curiosamente, y a pesar de las afirmaciones previas, es importante destacar que los niños pequeños tienen más alergias que la población adulta (hasta un 50 % en infantes, comparado con un 10-25 % en adultos de media). En los primeros años de vida, el sistema inmune aún está “aprendiendo” a distinguir entre lo que es dañino y lo que no lo es. Durante este proceso, puede reaccionar de forma exagerada ante sustancias comunes como el polen, los ácaros del polvo o ciertos alimentos. Además, los niños a día de hoy crecen en ambientes más limpios y urbanos, con menor contacto con la naturaleza y los microorganismos que ayudan a educar al sistema inmunológico. Esto hace que sea más probable que su organismo reaccione de forma alérgica a estímulos inofensivos.

Con el tiempo, el sistema inmunológico del niño en crecimiento puede dejar de ver una sustancia como nociva gracias a un proceso llamado tolerancia inmunológica. Este evento ocurre cuando el cuerpo, tras una exposición repetida y controlada a un alérgeno, “aprende” que dicha sustancia no representa una amenaza real y, por lo tanto, deja de reaccionar de forma inadecuada. Dicho de forma rápida y sencilla; el sistema inmunitario reconsidera su postura frente al alérgeno y desactiva las alarmas. Esto es común en la alergia al huevo, la leche o la soja.

Igual que el público infantil puede dejar atrás una alergia, puede ocurrir el evento inverso: que una persona de pequeña no presente reacciones adversas ante una sustancia al nacer o en sus primeros años de vida, pero que a medida que crezca desarrolle una alergia. La exposición repetida y acumulativa a un compuesto en concreto, la hiperactivación del sistema inmunitario por el desarrollo de enfermedades previas, los cambios de entorno e incluso el desequilibrio de la microbiota pueden favorecer que un proceso alérgico aparezca en cualquier momento de la vida. Por ello, alérgico se hace, no se nace.

Bases genéticas de la alergia

Las alergias tienen una base genética importante, lo que significa que la predisposición a desarrollarlas puede heredarse. Esta predisposición se conoce como atopia, y se da cuando una persona tiene mayor tendencia a producir anticuerpos IgE frente a sustancias normalmente inofensivas en comparación con el resto de la población. Si uno de los padres es alérgico, el riesgo de que el hijo también lo sea se duplica; si ambos padres lo son, el riesgo puede superar el 60 %. Sin embargo, no se hereda hipersensibilidad a un alérgeno específico (como el huevo o la picadura de un insecto), sino una mayor probabilidad general de desarrollar algún tipo de alergia.

Tal y como indican fuentes profesionales, diversas variaciones genéticas específicas que alteran la codificación de citocinas derivadas de células epiteliales, como la interleucina-33 y la linfopoyetina del estroma tímico, podrían estar implicadas en la patogénesis de las alergias. Además, variaciones en los genes ORMDL3 y GSDML se han vinculado a un mayor riesgo de asma de inicio temprano, una condición estrechamente relacionada con la alergia. Aun así, no todas las personas con predisposición acaban siendo alérgicas, así que la heredabilidad no es el único desencadenante universal.

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